El miedo

 

Cuando el miedo se sienta en mi mesa

Creo en Dios. Lo creo con todo mi ser. Y, sin embargo, hay días en los que el miedo llega sin pedir permiso, se sienta a mi mesa y me mira con ojos enormes. Se disfraza de presagio, de silencio, de “¿y sí…?”. Me paraliza. Me hace sentir sola, aunque sé que no lo estoy.

Intento recordar las promesas divinas, esas que me han sostenido antes… pero mi humanidad me juega pequeñas (o grandes) trampas. Me nublo. Me agito. Siento que las puertas se cierran y el aire se acaba.

Y, sin embargo, —y esto es lo que más quiero compartir— no me rindo.

A veces camino con pasos pesados, otras arrastro los pies. Busco soluciones, aunque sean temporales. Oro, susurro, escribo, respiro. Pero sé que hay otros, como yo, que también necesitan saber esto: no están solos en el temblor.

El miedo: ese gigante que susurra mentiras

El miedo no siempre grita. A veces llega en silencio, se instala en el pecho y empieza a hablar bajito: “No vas a poder. Estás sola. Esto no tiene salida.” Y lo peor es que, en medio del temblor, le creemos.

Yo lo he sentido. Como un gigante que me abraza, no para consolarme, sino para inmovilizarme. Me falta el aire, se me nubla la mente, y todo parece cerrarse. Aun sabiendo que Dios está conmigo, mi humanidad me traiciona. Me escapo de las promesas, me pierdo en la niebla.

Pero también he aprendido algo: el miedo no es el enemigo, es una señal. Me muestra dónde duele, dónde aún no confío, dónde necesito volver a mirar al cielo.

Pero hay otra voz —pequeña, firme, constante— que viene de lo alto:
“No temas, porque yo estoy contigo.” (Isaías 41:10)

Esa voz no me promete que el miedo desaparecerá del todo. Me promete presencia, aun en medio del miedo.

No todos se levantan… y por eso hay que hablar

Hay quienes no logran salir del abrazo del miedo. Se van, dejando un eco de dolor que nadie entiende del todo. Por eso quiero hablar. Porque si tú estás leyendo esto y sientes que no puedes más, quiero que sepas algo: si hay una salida.

No es mágica. No es inmediata. Pero existe. Y empieza por reconocer el miedo, no como debilidad, sino como parte del camino. Porque el miedo no se vence negándolo, sino mirándolo a los ojos y diciendo: No me vas a detener.”

Un espejo que refleje esperanza

Quiero ser ese espejo. No uno que te devuelva tu rostro cansado, sino uno que te recuerde quién eres cuando el miedo no habla por ti. Que te diga: “Sí, estás temblando… pero sigues aquí.” Y eso ya es un milagro.

Pero incluso con pasos pesados, con lágrimas, sin entenderlo, todo… se puede seguir. Y en ese seguir, poco a poco, la luz vuelve.

Cuando el miedo te abrace, no olvides esto…

El miedo es real. Paraliza, susurra mentiras, apaga la luz. Yo lo he sentido: como un gigante que me envuelve hasta quitarme el aire.

No obstante, también he descubierto que, aunque tiemble, puedo seguir. A veces con pasos torpes, a veces sin entenderlo todo… aun así, sigo.

Porque creer en Dios no es no tener miedo, es caminar aún con miedo. Es buscar la salida en medio de la niebla, sabiendo que no camino sola.

“Tengo miedo… aun así, sigo.” Y ese acto, aunque pequeño, es una victoria.

Un espacio para sanar

Es por eso que hoy escribo, y quizás tú lees esto con el corazón temblando: quiero que sepas que está bien sentir miedo. No te hace débil, te hace humana. Pero no te quedes a vivir ahí. Respira. Habla. Escríbelo. Rodéate de gente que sepa abrazarte sin juicio.

Y si puedes, aunque sea con un susurro, dilo: “Tengo miedo, pero sigo.”






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